
Entre lo Sagrado y lo Profano
Mi obra nace del reconocimiento profundo de la capacidad del ser humano para resistir, adaptarse y transformar el dolor en crecimiento. La resiliencia no es solo la fuerza para soportar la adversidad, sino también la habilidad de reconstruirse a partir de ella, de reinventarse sin perder la esencia.
Estas piezas son una manifestación tangible de la resiliencia humana. A través del volumen, la textura y la materia, intento capturar ese impulso vital que nos empuja a seguir adelante incluso en medio del caos. La resiliencia, en este contexto, no es una idea abstracta, sino una presencia sólida, casi física, que toma forma ante los ojos del espectador.
Cada superficie irregular, cada marca o grieta visible en la obra representa las huellas del paso del tiempo, del dolor y del cambio. No son imperfecciones, sino signos de transformación. El material, ya sea duro o frágil, revela la tensión entre vulnerabilidad y fortaleza, entre caída y reconstrucción.
Los corazones rotos son una constante en mi trabajo. No como íconos del sufrimiento romántico, sino como símbolos universales de la herida humana —emocional, espiritual, existencial— y de la poderosa capacidad que tenemos de sanarlas. Representan la ruptura, sí, pero también la promesa de recomposición. Un corazón roto no es un final: es el inicio de una nueva forma, más fuerte, más honesta, más consciente. En su fragilidad habita la posibilidad de la transformación y la revolución.
Como representación humana utilizo los maniquíes, originalmente neutros y sin historia que han sido intervenidos para transformarse en cuerpos cargados de memoria destacando la figura femenina como territorio sagrado donde habitan la creación, la vida y la muerte. En la fragilidad de la carne se revela la fortaleza del alma, y en cada costura, la presencia divina de la resurrección.
La resurrección no es solo un acto de sanación, sino un enfrentamiento continuo con la finitud. La obra no solo muestra el proceso de reparación del cuerpo, sino también el deseo inquebrantable del ser humano de lograr la eternidad.
El uso del color rojo, que alude a la sangre, la vida y la energía vital, también es un acto transgresor: no oculta el dolor, sino que se exalta como parte del ciclo eterno de renacimiento.
La elección de materiales no es casual, en su contraste, condensan la dialéctica entre descomposición y reconstrucción. El papel maché, frágil y moldeable, simboliza la vulnerabilidad y evocan la fragilidad de la piel humana, mientras que el alambre de cobre con su propiedad antimicrobiana natural, presente en la sutura de heridas, representa la resistencia, la conexión y la posibilidad de transformación, una fuerza que nos recompone que, para mí, tiene origen divino, que además actúa como canal de lo invisible: representa el soplo de Dios que sostiene y une, incluso cuando todo parece perdido. En estas figuras hay materia, pero también espíritu. Es cuerpo y cicatriz, pero también es alabanza: porque resistir, recomponerse y seguir respirando es, en sí, un acto divino.
Cada maniquí, atravesado por marcas y reparaciones visibles, no solo ha sido restaurado: ha sido transformado.
Como artista, esta obra representa para mí un acto de fe en la posibilidad de volver a empezar. La resurrección no aparece aquí como un milagro instantáneo, sino como un proceso lento, doloroso y sagrado, donde cada cicatriz es parte del nuevo cuerpo que emerge. “Donde Resucita la Forma”.
Estas piezas son una manifestación tangible de la resiliencia humana. A través del volumen, la textura y la materia, intento capturar ese impulso vital que nos empuja a seguir adelante incluso en medio del caos. La resiliencia, en este contexto, no es una idea abstracta, sino una presencia sólida, casi física, que toma forma ante los ojos del espectador.
Cada superficie irregular, cada marca o grieta visible en la obra representa las huellas del paso del tiempo, del dolor y del cambio. No son imperfecciones, sino signos de transformación. El material, ya sea duro o frágil, revela la tensión entre vulnerabilidad y fortaleza, entre caída y reconstrucción.
Los corazones rotos son una constante en mi trabajo. No como íconos del sufrimiento romántico, sino como símbolos universales de la herida humana —emocional, espiritual, existencial— y de la poderosa capacidad que tenemos de sanarlas. Representan la ruptura, sí, pero también la promesa de recomposición. Un corazón roto no es un final: es el inicio de una nueva forma, más fuerte, más honesta, más consciente. En su fragilidad habita la posibilidad de la transformación y la revolución.
Como representación humana utilizo los maniquíes, originalmente neutros y sin historia que han sido intervenidos para transformarse en cuerpos cargados de memoria destacando la figura femenina como territorio sagrado donde habitan la creación, la vida y la muerte. En la fragilidad de la carne se revela la fortaleza del alma, y en cada costura, la presencia divina de la resurrección.
La resurrección no es solo un acto de sanación, sino un enfrentamiento continuo con la finitud. La obra no solo muestra el proceso de reparación del cuerpo, sino también el deseo inquebrantable del ser humano de lograr la eternidad.
El uso del color rojo, que alude a la sangre, la vida y la energía vital, también es un acto transgresor: no oculta el dolor, sino que se exalta como parte del ciclo eterno de renacimiento.
La elección de materiales no es casual, en su contraste, condensan la dialéctica entre descomposición y reconstrucción. El papel maché, frágil y moldeable, simboliza la vulnerabilidad y evocan la fragilidad de la piel humana, mientras que el alambre de cobre con su propiedad antimicrobiana natural, presente en la sutura de heridas, representa la resistencia, la conexión y la posibilidad de transformación, una fuerza que nos recompone que, para mí, tiene origen divino, que además actúa como canal de lo invisible: representa el soplo de Dios que sostiene y une, incluso cuando todo parece perdido. En estas figuras hay materia, pero también espíritu. Es cuerpo y cicatriz, pero también es alabanza: porque resistir, recomponerse y seguir respirando es, en sí, un acto divino.
Cada maniquí, atravesado por marcas y reparaciones visibles, no solo ha sido restaurado: ha sido transformado.
Como artista, esta obra representa para mí un acto de fe en la posibilidad de volver a empezar. La resurrección no aparece aquí como un milagro instantáneo, sino como un proceso lento, doloroso y sagrado, donde cada cicatriz es parte del nuevo cuerpo que emerge. “Donde Resucita la Forma”.